DE CRUCEROS, LIBROS Y COSAS QUE PASAN.
De cruceros.
Estos días me encuentro inmerso en la lectura, entre otras, de «Algo supuestamente divertido que no volveré a hacer», un ensayo de David Foster Wallace sobre el desarrollo de la vida en un crucero durante una semana. Un libro absolutamente maravilloso, crítico, ácido, satírico, certero, que ha de ser leído, pienso yo, al igual que fue escrito, con todas las consecuencias.
Por estas fechas, en 2022, conseguimos cuatro parejas, nuestros mejores amigos, cuadrar las fechas para unas vacaciones juntos.
Alguien, lo suficientemente apoyada por otras y otros alguien se le ocurrió la idea de un crucero, lugar en el que la mayoría de notros nunca había estado. Las hijas de todos estuvieron encantadas con la idea y, los chicos, más pequeños, alucinaban.
Elegimos un barco que se acaba de botar, nuevecito (de hecho, olía, ya desde el muelle, a como lo hacen los coches caros recién sacados del concesionario antes de que vomite alguien).
Una virguería de la técnica y la ingeniería, un vehículo escandalosamente majestuoso, eficiente energéticamente hablando y sostenible.
¿Cómo era capaz de flotar ese aparato más grande que algunos barrios de Salamanca? Lo desconozco.
Por evitarme angustias durante el viaje si notaba algo raro, no pregunté.
Pero lo hizo.
Flotaba, se movía y «aparcaba» con tremenda precisión, nadie tuvo que dar parte al seguro.
No es el propósito de esta publicación aburriros con lo que hice esa semana. Eso será para el quinto libro de la Serie Meseta que se desarrollará en un crucero.
Sólo os contaré una cosa.
De libros.
Al contrario que Foster Wallace, que en realidad iba al crucero con un contrato para escribir acerca de lo que allí sucedía y sobre sus experiencias e impresiones, yo no leí publicidad, ni programas de actividades, las ciudades que visitaríamos, los menús de alta cocina etc. Excepto un vídeo que consiguió un de mis amigas del Costa Toscana recién construido y en pruebas: la excelencia.
Mi último libro publicado en esas fechas era BAJO CONTROL, que se desarrolla en La Manga del Menor, lugar en el que, por el motivo que sea, no atracan barcos.
Consciente ya hace tiempo de mis limitaciones para la diversión y mis limitaciones para hacerlo durante interminables horas, sé que el exceso de diversión sólo hace que te metas en problemas, me centré en lo mío: mi libro.
Tenía un plan.
Llevé un ejemplar y un taco de marcapáginas. Imaginé las cubiertas con gente tumbada en las hamacas. Leyendo. Imaginé también a chavales con ganas de ganarse cinco euros por repartir los separadores. Vi en mi cabeza a la gente escaneando el QR y haciendo clic en el enlace de venta. También iría a relajarme, por supuesto, sólo había que encontrar quien los repartiese, eso no podía hacerlo.
La gente allí no leía tanto, pero había posibilidades. Gente con ganas de tener cinco euros más en el bolsillo del bañador, e incluso diez, decidí apostar fuerte, no parecía haber, excepto, tal vez yo. Mi hija y sus amigas tenían más dinero que yo y teniendo en cuenta que allí era todo gratis, rehusaron mi oferta.
No sabría decir la cantidad de bares, cafeterías, coctelerías, discotecas, restaurante… que había en las veinte cubiertas del barco (sin contar la 13, que no existe). Ese era un buen plan. Mis colegas, en esto si participarían. El plan B consistía en dejar con disimulo marcapáginas en las esquinas de las barras. O junto a los surtidores para que, los viajeros ansiosos de bebida gratis los recogiesen para terminar en las manos adecuadas, las que tienen dedos que hacen clic donde deben hacerlo.
Decir que el Costa Toscana era un lugar limpio es quedarse corto en palabras, además de ser injusto. La limpieza es un estadio primitivo para ellos, se encuentran en una fase mucho más avanzada. Si hay un papel o una pajita (desechable por supuesto) en el suelo, entre las mesas de alguna terraza en la que la gente se está divirtiendo, alguien con uniforme sale de la nada para recogerla y, si puede, de paso, captura (no mata) un mosquito que podría ser que te llegase a molestar. A la vuelta del lugar del que hubiese salido, coloca a dos manos todos los pufs, cojines, hamacas que encuentra. Y desaparece. Vamos, que Igual que en los bares de tierra firme.
Con esos hábitos extendidos entre la tripulación, no es de extrañar que la esperanza de vida mis marcapáginas sobre las barras de los bares fuese inferior a la de los nacidos en partos múltiple en el Paleolítico Superior. Hubo un camarero que, sin vernos al dejarlos, salió tras nosotros para decirnos que habíamos olvidado esos papeles sobre la barra.
Ya sin esperanzas, con la única opción de repartirlos al azar en Marsella, Savona, Roma, Nápoles… me relajé. No quise aceptar ninguna de las descabelladas ideas que mis amigos, con más fe que expectativas, me ofrecieron.
Relajados estábamos en el bar de color naranja (allí todo era naranja, creo que patrocinado por una bebida), con los marcapáginas esparcidos a nuestro lado, desaprovechados, afectados por el salitre (aunque era un producto de calidad media alta), haciendo planes para salirnos de los planes que el barco había planeado para nosotros, cuando un hombre uniformado de blanco, con buena planta y una sonrisa de esas en la que puedes confiar, pidió permiso en un impecable italiano para coger unos marcapáginas de la mesa. Un para él y otro para un compañero algo más mayor al que señaló, que peleaba con varios teléfonos móviles (algunos de ellos de aspecto raro y más grande de lo normal), junto a un ojo de buey. «Como si los quiere todos», me dieron ganas de decirle. Los podría repartir entre los cientos de personas que debían estar echando carbón a paladas en la sala de máquinas. Dio las gracias con un elegante movimiento de cabeza, se dirigió a la barra alta en la que estaban, echó un vistazo y siguió con su bebida.
Creo, llegados a este punto, que me he extendido demasiado en mi relato. De hecho, estoy yendo al grano pues no lograría conciliar el sueño con la idea de que os ocultado algún detalle.
Por lo tanto, dejo pendiente una segunda parte. Sólo anunciaros, aunque quien haya estado en un crucero ya lo sabrá, que el barco contaba con un canal de televisión que emitía tanto en directo como cosas grabadas para los más de 3000 pasajeros y zonas de la costa; un periódico boletín en papel (reciclado, pero sin aspecto de pobre) en el que se anunciaban las actividades del día y que alguien, quien fuese, dejaba colgado de la puerta del camarote. Por fuera, aunque estoy seguro de que si hubiesen entrado en plena noche no nos hubiésemos enterado, pue así de silenciosos y discretos eran.
Sé que tenéis cosas que hacer, ponemos aquí punto y final a la primera parte.
De cruceros, libros y cosas que pasan.
Ángel Barrios.
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Gracias por alegrarnos la mañana. Me he reído mucho y estoy deseando leer esa segunda parte.
No veas cómo me he reído, sobre todo con los de la tripulación que salían a limpiar de la nada. Genial. Con ganas de la segunda parte.